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EL OBSERVADOR IMPARCIAL.

TERCERA SUCRIPCIÓN.

Se admiten subscripciones en la
tienda de Don José Dorado ca¬
lle de Judios, y en la imprenta
del Estado por J. Gonzalez, al
precioo de ocho reales adelanta¬
dos por cada doce números. En
los mismos lugares se venderán

también los números sueltos. A
los Srs. Subscriptores se les in¬
sertarán las comunicacio¬
nes y avisos que quieran publi¬
car remitiendolos garantidos y
bajo cubierta á los EE. en la re¬
ferida imprenta.

N.o 36 LIMA 30 DE OCTUBRE DE 1831. 1 RL.

EXTERIOR

MENSAJE
DEL
PRESIDENTE DEL ECUADOR
AL
PRIMER CONGRESO CONSTITUCIONAL
DE 1831-21.

(Continuación del número anterior)

EL PÚBLICO de Guayaquil, por un acto
heroico de valor y patriotismo, restableció el
orden al frente de la misma guarnición que lo
oprimía, y el Azuay, aunque amenazado de cerca,
y sin recursos propios para defenderse, imitó tan
bello ejemplo. El vice presidente del estado, que
había tenido la desgracia de sufrir la dura
suerte que esperimento el pueblo de los negocios pu¬
blicos, y administró con lealtad y celo los dos
departamentos, en todo el tiempo de su inco¬
municación con la capital. Una feliz casualidad
descubrió entonces las miras proditorias de los
conspirados: por varios pliegos interceptados
en Guayaquil, se vio que no pensaban en cumplir
las condiciones del tratado, y que solo querían
entretener el tiempo para reforzarse con los
restos de Zedeño y Jirardot, y con el batallón
Ayacucho que empezaba a llegar de Panama.
El gobierno había muchas veces sospechado
esta negra felonía, y tubo ocasión de confirmar
su juicio con la resistencia que puso el jefe de
los amotinados, cuando el prefecto de Quito fue a
intimar la orden de evacuar el territorio del esta¬
do, y a facilitar los medios de verificarlo. Mas ya
no era tiempo de revocar a duda el triunfo de las
leyes; y los esfuerzos impotentes que hacía ya un
enemigo aturdido y avasallado ecsitaban más
bien la compasión: los pueblos estaban en armas
y las tropas del gobierno se habían acostumbrado
a marchar con la vista fija sobre la espada
de los capitulados. En casos semejantes, los
jenerales ordinarios esconden la vida en el camino
de una retirada, mientras que los grandes ca¬
pitanes libran su salvación en la osadia: según

este principio no debía temerse ya una revuelta
que nos llevase a un campo. Es verdad que
se trazaban planes liberticidas respecto del
Azuay, y que aun se hicieron ofertas de en¬
grandecimiento personal al jefe del ejecutivo,
—ofertas que fueron rechazadas para sepultar¬
se en las sombras del secreto; pero estos de¬
mentes estravios debían ser considerados como
la última tentativa de la ambición moribunda.
Sin embargo, el gobierno obraba con severa
precaución, como que ella es el fruto de una
esperiencia ilustrada. En consecuencia estable¬
ció su cuartel principal en la ciudad de Rio¬
bamba, desde donde le era facil maniobrar con
ventaja en todas direcciones: situado en la
confluencia de los caminos del Sur, su primer
ciudado fue dejar espedita la comunicación con
Guayaquil para reforzarse con la debida opor¬
tunidad; y hacer inmediatamente observar al
enemigoo que se había introducido en un cami¬
no montañoso, llevando en su marcha una cola
prolongada. El jefe de observación participó
por medio de un oficial en posta, que el ba¬
tallón Cauca acababa de hacer rendir las armas
a la columna de Jirardot, y que regresaba con
presteza trayendo en calidad de arrestados a
varios jefes, y oficiales para presentarlos al eje¬
cutivo. En los días subsecuentes se recibie¬
ron noticias de la misma naturaleza: todo el
ejercito invasor había reconocido al lejitimo
gobierno, y perseguía de muerte a los princi¬
pales autores de sus nefarios estravios. El
ejecutivo dispuso que aquellos cuerpos vinie¬
sen en perfecto orden al cuartel jeneral, donde
fueron disueltos y borrados de la lista militar
en presencia de los que habían permanecido
fieles a las instituciones;—al mismo tiempo se
espidieron licencias para fuera del Ecuador a
más de ciento cincuenta entre jefes y oficiales,
que habían cometido un perjurio atroz. De
este modo termino la gran revolución que es¬
puso a fracasar la nave del estado.

En aquellos momentos de inesplicable sensa¬
ción, en que parecen confundirse los ecos de
la justicia y las pasiones, se deseaba que el
hacha de la venganza descargarse sobre las ca¬
bezas de los que habían sido ocasión de tantas
lágrimas y sacrificios; más el gobierno oyendo
la voz de la filosofía, que es la de la huma¬

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