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imaginarlo. Germán Vargas, con su prudencia congénita, me a-
consejó que esperara uno o dos años hasta que tuviera la his-
toria mejor pensada. Yo no esperé ni uno ni dos, sino 30 a-
ños [más].
No fue una demora excepcional, pues nunca he escrito una
historia antes de que pasaran por lo menos 20 años desde su
origen. Pero en este caso la razón era más consciente: se-
guía buscando en la imaginación la pa[t]a indispensable que le
faltaba al trípode, tratando de inventarla a la fuerza, sin
[pensar] siquiera que también la vida lo estaba haciendo
por su cuenta y con mejor ingenio. Fue [don] Ramón Vign[y]es [deleted]
[deleted] quien me dio la fórmula de oro.
-- Cuéntela mucho -- me dijo --. Es la única manera de [descubrir]
[deleted] [lo que una historia tiene por dentro].
Por supuesto, seguí el consejo. Durante muchos años conté
[deleted] la historia al derecho y al revés por todas partes
con la esperanza de que alguien le encontrara la falla. Merce-
des, que la recordaba a pedazos desde muy niña, la volvió a
armar por completo de tánto [deleted] oirla, y terminó por con-
tarla mejor. Luis Alcoriza se la hizo grabar en su [deleted]
casa de México en una época en que todo el mundo era jóven. A
Ruy Guerra se la conté durante seis horas en un pueblo remoto
de Mozambique, una noche en que los amigos cubanos nos dieron
de comer un perro de la calle haciéndonos creer que era carne
[deleted] de gacela, y ni [deleted] aun asi pudimos descubrir [el elemento que]
[le faltaba]. A Carmen Balcells, mi agente literario,
se la conté muchas veces durante muchos años, en trenes y avio-

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